Cuentos

Este es el mar que despierta

Este es el mar que despierta
como el llanto de un niño
El mar empujando las olas,
las olas que barajan los destinos
Vicente Huidobro

Marcelo permaneció callado durante todo el viaje. Estaba muy concentrado en imaginar la experiencia que viviría. El mar lo hechizaba, pero le fascinaba aún más la libertad de los peces, moviéndose bajo el agua sin barreras ni jerarquías. Quería saber cómo era eso, necesita saber cómo era eso. Gracias a su padre, ahora podría confirmarlo.

El niño tenía las manos entrelazadas y se frotaba los dedos nerviosamente mientras miraba sin mirar por la ventana del auto. Entre tanto, la madre hablaba sin parar sobre la tía Dorita, de cuán grandes estaban sus hijos, de que le debían una visita llevando regalos a sus sobrinos, porque, qué vergüenza, no fueron a sus cumpleaños el año pasado. El padre manejaba tarareando una canción.

  • Deja de frotarte así las manos Marcelo, ¡te vas a lastimar!
  • Ya mamá

El momento tan esperado había llegado al fin. La familia se registró, se instaló en el bungaló que tenía asignado y se puso su ropa de baño. Marcelo se puso además su trajecito de buzo. Días atrás había recibido con asombro el aparato que jamás imaginó ver convertido en juguete: una máscara de buceo con su respetivo snorkel y un par de aletas de goma. Su papá se lo había prometido para cuando cumpliera seis años, y le había prometido también un paseo familiar a la playa. Ese día había llegado.

La noche anterior, durante la cena, Marcelo no dejaba de hacer preguntas sobre el lugar al que irían. Tenía un cierto recuerdo de la vez que fueron a la playa cuando estaba en el jardín infantil, de que regresó colorado y con la piel ardiendo, pero no más. Este sitio es diferente, le explicó su mamá, nos han invitado a un club, hay restaurante, sombrillas, hamacas playeras, varias piscinas, te va a gustar. Marcelo se fue a dormir obligado y con ganas de que amanezca de una vez.

Vamos primero a la piscina, dijo la madre, pero a las 12.30 nos paramos para ir al comedor, porque después no encontraremos mesa libre para almorzar.

  • ¿No vamos a ir a la playa?, preguntó Marcelo extrañado.
  • Estamos en la playa, dijo su mamá.
  • No, dijo el niño, la playa está más allá.
  • Todo esto es la playa hijo, pero si quieres ir al mar será después de almorzar, ahora hay mucha gente.
  • Pero mamá, dijimos la playa, esto es el club, yo quiero ir al mar.
  • Pero mujer, terció el padre, después de almuerzo no vamos a meternos al mar con la barriga llena. Yo también pensaba que bajaríamos primero a la playa, aprovechando que hay poca gente y el sol no está tan fuerte.
  • Ay, cuando no tú, contradiciéndome delante del niño. Hemos dicho que primero a la piscina, el mar no se va a ir, después de almorzar va a seguir ahí, pero con menos sol.
  • ¿Hemos?, replicó el papá, nunca dijimos que nos quedaríamos toda la mañana en la piscina, pero tú ya decidiste por todos.
  • Bueno pues, vete a la playa si eso quieres, Marcelo y yo nos vamos a la piscina.
  • Pero mamá, yo quiero ir con mi papá…

La madre lo cogió fuerte de la mano. Marcelo empezó a sollozar. Ya no hagas drama Marcelo, le dijo su mamá, vamos a estar todo el día aquí, más tarde le damos el alcance a tu papá. Y quítate esa máscara, que me das calor, te la pones cuando vayas a entrar al agua, no aquí en el cuarto.

El papá intentó decir algo, pero sabía que este primer desacuerdo se podía convertir en un lío que duraría cuando menos toda la semana. A su mujer le encantaba poner las reglas y tener todo bajo control. Cuando eso no ocurría alguna vez, se producía un desajuste muy grave en la órbita de los planetas, con consecuencias impredecibles para la vida tal como la conocemos. Para evitar un desastre cósmico, decidió que era mejor llevar la fiesta en paz y no arruinar el paseo, agarró su toalla y salió del cuarto en silencio para encaminarse a la playa. Marcelo rompió en llanto.

Entre lágrimas, el niño caminó con su mamá en dirección a las piscinas. Llevaba puestas sus aletas de jebe y su máscara en la mano. El camino de losetas que conducía a la zona de las piscinas desembocaba primero en la más grande. La segunda estaba a 30 metros y era algo más pequeña. La tercera, menos profunda, estaba a su lado, diez pasos más allá, y era la de niños. A decir verdad, el agua azul de la piscina más grande, mecida levemente por el viento, rodeada de palmeras y un pasto bien cuidado, con un cielo despejado de fondo, ofrecía una vista espectacular. Marcelo quedó fascinado al verla. Era temprano, había poca gente en el agua. Al niño le pareció inmensa como un océano. En verdad lo era y lucía muy bien cuidada. Era el momento. Ya había esperado demasiado.

Su padre, más calmado, había cambiado su decisión a medio camino y estaba de regreso a la zona de piscinas. Después de todo, habían venido a pasarla en familia y no iba a seguirle la cuerda al arrebato de su mujer, que prácticamente dispuso que se fuera solo al mar. Al menos no esta vez.

La vida submarina había fascinado a Marcelo desde que vio Buscando a Nemo cuando tenía cuatro años; más aún con la versión infantil de Veinte mil Leguas de viaje submarino; y mucho más todavía cuando instaló en casa una inmensa pecera. Pudo dedicarse entonces a contemplar una y cien veces el movimiento de sus minúsculos peces y, sobre todo, ese pequeño hombre-rana de plástico que ondulaba sobre el fondo arenoso botando burbujas.

Cada vez que abría las páginas del cuento de Verne, el niño se sumergía en sus aguas y era poseído por una libertad infinita. Sobre su cama había un poster de Buscando a Nemo, con un tiburón gigante de abundantes dientes afilados y los ojos clavados en Dory y Marlin. Marcelo lo daría todo por estar allí, pero en el Nautilus del otro Nemo, el capitán intrépido, reventando al monstruo con un torpedo, así bañase en sangre al submarino entero.

No le era difícil al padre imaginar el deseo de su hijo de verse a sí mismo bajo las aguas, dueño del océano, flotando libre entre el cielo y la tierra. Marcelo había esperado tanto por este paseo, que era absurdo perderse el momento o, peor aún, no vivirlo juntos. Entonces decidió regresar.

Desde donde estaba podía ver a lo lejos a su hijo, casi arrastrado por su madre llegando a la primera piscina, la olímpica. Desde ahí pudo ver también cuando ella soltó la mano del niño para hablar por el celular, y Marcelo aprovechó para ponerse la máscara y lanzarse al agua sin que su madre lo note.

Marcelo descendió lentamente los casi dos metros que separaban la superficie del fondo de la piscina. Su corazón latía con fuerza. El espectáculo era indescriptible. Estaba bajo el agua, observando todo lo que es invisible a los ojos desde arriba. No había corales ni tiburones, no había Nemo, pero había una masa inmensa de agua azul atravesada por los rayos del sol, sobre un suelo forrado de pequeñas losetas celestes. Esto es lo que siente un buzo al penetrar el mar, pensó, la emoción de trasladarse a otro mundo, a una vida distinta, en la que podía moverse en cualquier dirección sin restricciones. Se sintió en esos instantes dueño de sí mismo, libre de elegir sus movimientos, la dirección de sus ojos, absolutamente entregado a su curiosidad. Al tocar fondo se sentó y pudo ver desde abajo a los bañistas desplazándose, agitando las piernas, haciendo ondular el agua, esa perspectiva era fantástica, era como estar metido detrás del espejo. Estaba en éxtasis. Era lo que había esperado vivir con ilusión. Había hallado de pronto la puerta mágica que le daba acceso al cuento de Verne, al Nautilus, al océano de Nemo, a la libertad del mar, sin madres, sin reglas, sin gritos ni amenazas.

Pero algo no estaba bien. Luego de los primeros segundos de embeleso, intentó respirar, solo que no entró aire por el snorkel. Entró agua. Aspiró con fuerza y entró más agua a sus pulmones. Esto no podía estar pasando. Tenía un traje de hombre-rana, el mismo del hombrecito de la pecera, ¿qué podía estar mal? El miedo y la confusión se apoderaron de él. Se sintió solo. Estaba solo. No había nadie ni nada allá abajo.

Por instinto, Marcelo siguió aspirando en la ilusión de hallar aire la siguiente vez, pero las cosas se ponían peor. Miró hacia arriba, ninguna cabeza se había sumergido para averiguar qué le estaba pasando, no sabía qué hacer para salir, movía sus brazos y sus piernas con fuerza, pero su cuerpo parecía atornillado en el suelo. ¿Dónde estaba mamá? ¿Dónde estaba papá? ¿Sabían que él estaba ahí? Quiso gritar y entró más agua a sus pulmones.

Estaba harto de mamá. Siempre diciéndole qué hacer, siempre corrigiéndolo, siempre pendiente de lo que hacía, lo que decía o lo que dejaba de decir, siempre vigilándolo, haciéndolo sentir torpe e inútil; y ahora que sí la necesita, ahora no está ahí. Tampoco está papá. El que le regaló su cuento, sus aletas, su máscara, su snorkel. Te engañaron papá, no funcionan, no funcionan.

Los ojos de Marcelo se cerraron por un instante, fue casi un parpadeo. Cuando los abrió, estaba echado sobre el pasto, al borde la piscina, rodeado de gente. Mamá le gritaba, ¡Marcelito respira, respira! Papá estaba llorando y le sujetaba la cabeza con expresión de terror. Lo intento mamá, pero no puedo, quiero respirar y no puedo, quiero hablar y no puedo, quiero gritar y no puedo. Quiero irme a la casa, llévame a mi cuarto, déjame jugar con el Nintendo, déjame invitar a Enrique, no sé qué dices papá, casi no te escucho, no sé qué me hablas, dime dónde estamos, llévame a la playa…

Lima, 31 de agosto de 2019

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

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