Relatos

Un caso de inteligencia emocional

Conozca todas las teorías. Domine todas las técnicas, pero,
al tocar un alma humana, sea apenas otra alma humana.

Carl Jung (1875-1961)

Me llamó mucho la atención ver las carpetas amontonadas unas sobre las otras, arrimadas a las paredes del aula. No me pareció mal que la maestra hiciera eso, todo lo contrario. Siempre pensé que el orden debía estar al servicio de un propósito, nunca al revés. Una amiga, maestra jardinera, me contó que había hecho algo parecido cuando le asignaron su aula y la encontró atiborrada de bultos. Sacó todo afuera para dejar el espacio libre para los niños ante la mirada estupefacta de sus colegas. La directora la despidió al día siguiente. Pero esta era una escuelita rural en una provincia de Cajamarca y nadie iba a botar a esta maestra, una mujer joven y alegre, que había liberado sitio para que sus niños, unos veinte aproximadamente, pudieran trabajar cómodamente sentados en el piso formando grupos.

En efecto, eso fue lo que vi cuando llegué, unos cinco grupos de niños de unos seis y siete años sentados sobre el piso de tierra de un aula modesta, examinando con una lupa un conjunto variado de hojas de diversas plantas, seguramente recogidas del campo. Era clase de ciencias. La profesora me recibió con una sonrisa y me permitió ubicarme en una esquina para observar la sesión.

Se les veía animados, no necesitaban vigilancia para hacer la tarea. Se turnaban la lupa, no había para todos, pero lo hacían tranquilamente, cada grupo tenía una bolsita de plástico repleta de hojitas de varias formas y colores. Había risas, el clima era bueno.

De pronto, algo pasó. Un niñito se paró repentinamente y se fue de su grupo en busca de la maestra. Estaba llorando. Desde atrás podía observar la escena, pero no escuchaba la conversación. El niño estaba agitado y hablaba entre sollozos señalando a sus compañeros. La profesora, sentada en su escritorio, lo escuchaba en silencio. Como es fácil comprender, mis ojos estaban clavados en la escena. Quería ver el desenlace.

Entonces la maestra se puso de pie, colocó su mano izquierda sobre el hombro izquierdo del niño y, sin decir palabra, inició un recorrido por los grupos llevándolo con ella. Uno a uno fue observando lo que hacían, les preguntaba algo, los niños respondían. El único grupo que no visitó fue el del niño en cuestión. Era obvio para mí que su omisión fue deliberada, no buscaba confrontar a nadie. Al terminar su inspección regresó a su escritorio, se sentó en su silla y el niño, que ahora estaba calmado y parado frente a ella, se dispuso a escucharla. No oí lo que le dijo, pero la maestra le hablaba con tranquilidad, le sonreía. El niño la escuchaba con atención y asentía con la cabeza de manera tan enfática que me causó gracia. Entonces, la maestra le señaló su grupo de origen, el niño se dio la media vuelta y regresó a ocupar su lugar a retomar la tarea con muy buen ánimo.

Hace más de treinta años Daniel Goleman inició la divulgación de una serie de estudios sobre las emociones y su relación con la inteligencia humana. Entre otras cosas, nos dejó muy en claro que cada una de ellas, cualquiera fuese su signo, constituían impulsos para actuar. Humberto Maturana lo explicaría después más didácticamente, haciéndonos notar que las personas no actuamos de la misma forma cuando estamos tristes, enojados, apáticos, avergonzados o alegres. Es decir, que bajo cada una de esas emociones tendemos a hacer cosas que jamás haríamos desde una emoción diferente. En una de sus conferencias y en respuesta a una pregunta, dijo que a los niños había que mirarles la emoción antes que su conducta, es decir, la emoción que podría estar detrás de esa conducta.

Eso fue lo que vi hacer esa mañana a esa maestra rural. Lo primero que notó no fue un posible acto de indisciplina ni su primer impulso fue esclarecerlo de inmediato para aplicar el reglamento. Lo que vio fue un niño perturbado y, por lo tanto, decidió que la prioridad era ayudarlo a recuperar la calma. Desde una emoción de serenidad podrían entenderse mejor. El recorrido por los grupos, con el niño abrazado, fue un gesto elocuente. No eligió juzgarlo sino acogerlo, hacerlo sentir seguro.

El desenlace es comprensible. No escuché lo que el niño le dijo, pero no me fue difícil suponer que el conflicto que provocó su frustración y su llanto pudo ser más aparente que real. En efecto, muchos problemas se resuelven simplemente cambiando nuestra perspectiva de los hechos y todo me llevó a pensar que ese fue el resultado del diálogo con su maestra.

En su conocido Best Seller, Goleman relata una escena en el metro de Nueva York, en la que un pasajero de origen japonés logró manejar la ira de un borracho agresivo haciendo una sagaz e impresionante exhibición de empatía. Esa no fue una demostración de inteligencia emocional, escribió entonces, sino de brillantez emocional. Si algún día viajo a Harvard y me encuentro a este señor en algún pasadizo de esa universidad, le contaré esta anécdota y le diré que este caso también lo fue.

Lima, agosto de 2022

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

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