Cuentos

Mesa número siete

Me había quedado dormido y, para colmo, el taxi demoró más de lo previsto. A mí no me gusta llegar tarde a nada. Claro, a un cumpleaños puedes llegar a la hora que te dé la gana, pero mi amiga me dijo a las 9.00 y, bueno, cuando me dan una hora para algo, es como si mi cuerpo se programara en automático para llegar en punto. La manía la traigo desde chico y se la debo a mi madre. En fin, de cualquier forma, ya estaba en camino. A Claudia no la veía desde hace muchos años, quizás veinte. Por eso me agradó que se acordara de mí con tanto cariño. Cumplía cuarenta ya y recuerdo que cuando estábamos en la universidad, llegar a los cuarenta nos parecía entrar en la vejez. Pero a ella le parecía una edad muy simbólica y decía que llegaría tan regia como Demi Moore. Ese día tiro la casa por la ventana, nos repetía siempre.

Me sorprendió al llegar encontrarme con una casa tan grande. Recuerdo que ella vivía en un departamento pequeño en San Miguel, muy cerca de la bajada a la playa. Pero esta mansión en La Molina, ¿sería suya?, ¿o se la habrían prestado? Quizás era del marido, una traductora no gana tanto. En fin, ya lo averiguaría.

El salón principal era enorme y estaba lleno de mesas con decoración muy elegante. Pensé que sería de los primeros en llegar, pero me llamó la atención encontrar todo lleno. Un señor muy amable me preguntó mi nombre y luego me condujo a la que me tenían reservada. Era la mesa número siete. Con sinceridad, no conocía a nadie. Ni a los de esa mesa ni a los de ninguna otra. Había repasado rostros durante el trayecto a mi sitio, pero ningún nombre se me venía a la mente. Curiosamente, tenía la extraña sensación de haber visto antes a los de mi mesa en alguna parte. Ninguno era de la universidad y a Claudia no la había visto desde entonces, no teníamos más amigos comunes.

El lugar estaba delicadamente decorado con manteles, cortinas y otros ornamentos de tela fina de muchos colores. Había una orquesta que tocaba I can’t stop loving you, de Ray Charles, con gran sentimiento. Mesas convenientemente distribuidas con abundante licor y entremeses de gran variedad eran muy asediadas por los invitados, mientras esperaban la cena y el baile de rigor. En varias esquinas había personas con balones de gas inflando globos al por mayor. Todo tan colorido. Parecía un quinceañero. Claudia no estaba aún a la vista.

Por salir rápido de la casa no había podido entrar al baño y la verdad que necesitaba hacerlo. Tenía el saludable hábito de beber más de tres litros diarios de agua y, bueno, eso tiene ciertas consecuencias. Un mozo me indicó que los servicios estaban justo a diez pasos de mi mesa. Una vez adentro, aproveché para chequear si el corte que me hice en la peluquería había quedado como lo había pedido. Por suerte, esta vez no me rebajó mucho, solo un recorte estético. Respiré hondo. Me sentía un poco raro. Esas caras, se me venían a la mente una y otra vez. ¿Dónde los había visto? Me eran cada vez más familiares, pero no, no los recordaba de ninguna parte. Lo extraño es que sentí que ellos también me miraban de tanto en tanto, como quien intenta reconocerte.

Estaba ya por salir al salón cuando se escuchó una fuerte explosión. Los balones de gas, pensé de inmediato. Quise abrir la puerta, pero en ese instante un grupo de gente se introdujo desesperadamente buscando refugio y bloqueando la puerta. Eran los de mi mesa. Sus rostros desencajados me resultaban ahora aún más conocidos. Los gritos allá afuera eran terribles y el humo no tardó en empezar a entrar bajo la puerta. ¡Hay que salir de aquí!, gritaba yo, parado sobre el inodoro, pero nadie escuchaba. Todos gemían, algunos gritaban ¡No otra vez! Se miraban y me miraban con desesperación, como quien espera un gesto milagroso del otro. La aglomeración y el humo nos asfixiaban, eso hizo que varios empezaran a perder la conciencia, y eso fue lo último que recuerdo.

De pronto desperté. ¿Cómo pude haberme quedado dormido? Ya eran las 8.00 de la noche y en una hora debía estar donde Claudia. Pedí un taxi de inmediato. Por suerte ya estaba listo, pero el viaje a La Molina era largo y el taxi me envió un mensaje diciendo que llegaría en veinte minutos. Qué fastidio, a mí no me gusta llegar tarde a nada. Claro, a un cumpleaños puedes llegar a la hora que te dé la gana, pero mi amiga me dijo a las 9.00 y, bueno, cuando me dan una hora para algo, es como si mi cuerpo se programara en automático para llegar en punto. La manía la traigo desde chico y se la debo a mi madre.

Lima, 03 de noviembre de 2020

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

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